30 septiembre 2009

La Loca de Mierda



He descubierto esta serie de cortos episodios protagonizados por una argentina de ojos grandes y expresivos que me han hecho partirme de risa.
La serie se llama La Loca de Mierda, en esta página se pude ver hasta el episodio 9, lo colgaron en Facebook y no pude reprimirme de ver los 9 episodios del tirón (son muy cortos).
Os dejo con el que más me gustó, por lo real que es la situación: soledad en un largo fin de semana de puente, y no poder resistirse a llamar al ex.
"Te sentís invadido, un poco invadido si, un poco, un poco invadido sí..." jajajaja.
Garchar: follar.

Como no consigo insertar el capítulo, mejor os dejo el enlace:
http://www.mtvla.com/especiales/lalocademierda/post.jhtml?cid=1620761

La Hermana, Sándor Márai


Llegué a él por recomendación de Antonio, este verano en la playa me vio leyendo el libro de Murakami y me dijo que podría gustarme Márai. No me sonaba de nada y creía que era un escritor estilo Coelho, tomé nota en mi móvil del nombre y el título. Fui el viernes a la biblioteca, retomando ese sano (y económico) hábito y tomé prestados tres libros. Mientras andaba por los pasillos sin saber qué leer consulté mis notas en el móvil, donde guardo títulos de libros, pelis, nombres de escritores, y recuperé la recomendación de un mes atrás.
Busqué los títulos del escritor y había varios de sus libros, entre ellos éste que me recomendó Antonio.
Comencé a leerlo con poco interés, creyendo que sería complicado de leer o que estaría lleno de un vocabulario ampuloso e inexcrutable para mi, pero me sorprendió la sencillez de los términos y lo comprensible que era. Salvando las distancias, algunos pasajes me recordaron a La Montaña Mágica, de Thomas Mann.
En lugar de contar aquí un resumen de lo que se dice en el libro, prefiero que quien se interese se acerque a él y decida. Lo único que puedo decir es que la mayor parte del tiempo se habla de la enfermedad, de cómo uno se enfrenta a ella, y cómo tiene (la mayoría de las veces) la medicina necesaria para curarse, es decir, cuestión de voluntad de curación.
No lo recomiendo a nadie que esté pasando por un momento de enfermedad, pues esa atmósfera se transmite tan bien que uno llega a sentirse enfermo leyéndolo. Preferible es curarse antes de comenzar con la lectura, pero una vez leído seguro que será de ayuda en una hipotética enfermedad o convalecencia.
Podría parafrasear un montón de párrafos, pero me quedo con uno:
"El hombre está más predispuesto al dolor que a la alegría".

27 septiembre 2009

Caminito que el tiempo ha borrado...


Tenía muchos nervios, por un lado ya habían pasado dos semanas desde su partida, y la ausencia iba haciendo mella, a pesar de los correos y alguna que otra llamada; por otro, un viaje de este tipo, solo, de Málaga a Frankfurt, de Frankfurt a Buenos Aires, y de Buenos Aires a Mar del Plata, en total casi 24 horas de viaje, se iba a convertir en el viaje más largo hecho por mi. A eso sumaba que no era un simple viaje turístico, era algo más, un viaje directo a sus raíces, a su pasado, a su familia y amigos, quería que ese país me gustara tanto como él, y que su entorno me fuera tan cercano como el mío propio.
La maleta era grande, llevaba ropa para quince días y algunos regalos para su familia, no iba a presentarme allí con las manos vacías, seguro que con algún que otro detalle me podía ganar el cariño de su familia más fácilmente, y seguro que él lo iba a valorar (yo lo hubiera hecho).
Mi hermana me llevaba al aeropuerto, por el camino mi sobrino (que se había empeñado en acompañarnos) se mareó como era habitual en él cada vez que salía a la autovía, y yo lo entendía porque de pequeño era igual, aún no había salido de Fuengirola y el mareo ya me había hecho vomitar. Eso hizo que llegáramos con el tiempo ajustado, algo que odio, me gusta llegar con tiempo de sobra por si hay algún imprevisto, nunca se sabe que puede pasar, y más en algo tan importante para mi como era aquel viaje.
Facturé, pasé por el control que era mucho menos rígido en aquel momento, y cuando llegué a la puerta de embarque ya habían entrado la mayoría. Tres horas de vuelo hacia el norte, para después deshacerlos viajando hacia el sur, era un poco absurdo, pero me salía mucho más barato Lufthansa que Iberia, quién sabe por qué.
En Frankfurt el aeropuerto me pareció muy gris, antipático, pero no me caló esa impresión, mi estado de ánimo estaba muy alto como para que me afectaran las horas de avión en soledad, o un aeropuerto muy grande, con poca luz y poco atractivo.
Las doce horas de vuelo hacia Buenos Aires no fueron tan incómodas como había pensado, me dio tiempo a ver las pelis, a dormir unas cuantas horas en un sueño ligero que me permitía tener conciencia de lo que pasaba a mi alrededor, e incluso a entablar conversación con la señora que me tocó en la butaca de al lado, unas horas antes de aterrizar. Era argentina, vivía en Barcelona y estaba nerviosa con el reencuentro con los suyos. Le conté que iba a conocer a mi familia política y que tenía mucha ilusión por conocer su país, que ya sentía como mi patria adoptiva. Me recomendó algunos sitios de Buenos Aires y nos despedimos a la salida.
Cuando aterrizamos era por la mañana, hice la cola de inmigración con la sonrisa de oreja a oreja, me parecía imposible que después de tantos años escuchando historias de su vida en Argentina iba a tener la oportunidad de conocer su país y recorrer los escenarios de sus relatos. La funcionaria que me atendió en inmigración me dio la mejor bienvenida que podía darme, me sonrió y me dijo que era un placer atender a alguien que transmitiera tanta felicidad, me selló mi pasaporte y me deseó una feliz estancia en su país. Ese recibimiento avivó mi predisposición a amar ese país tanto como al ciudadano con el que convivía.
En el aeropuerto tenía al menos tres o cuatro horas de espera hasta que saliera el autobús que me llevaría a Mar del Plata, donde él me estaba esperando. Lo primero que hice fue cambiar mis euros por pesos y, para hacer tiempo, me senté a tomarme un café.
Mis sentidos estaban alerta, pendientes de todo lo que había a mi alrededor. A través del ventanal se abría un cielo celeste que mareaba, la sala estaba bañada por una luz intensa, brillante, pero no tan deslumbrante como para dificultar mi visión. Era una luz como la que se utiliza en fotografía para realzar los objetos o las facciones. Era enero, pero allí era verano, el calor me envolvía en una abrazo cálido que parecía haber enviado él en su lugar, muy agradable tras unos días de frío navideño. El olor de aquel lugar era especial, lo reconocí cuando volví años más tarde. Me envolvía un aroma difícil de describir, entre sus notas podía reconocer el bosque, la madera, la tierra, como si al planeta le hubieran quitado una capa dejándolo en carne viva. Además, tenía un toque dulce como la cocina de una madre después de cocinar un bizcocho.
En la mesa de al lado una chica recién llegada de España contaba a sus familiares cómo era su vida aquí, tenía ese tono característico de la fonética argentina, más grave, como si la voz les saliera desde un punto más profundo. Además del acento que tanto me gusta, en su vocabulario utilizan ciertas palabras que aquí dejaron de usarse hace tiempo, lo que les da un halo de sofisticación.
Pedí mi café, me lo trajeron con el habitual vasito de agua, junto con las facturas que tantas ganas tenía de probar, unas medias lunas recién hechas, muy esponjosas, cuya cobertura brillaba reflejando la cantidad de calorías que contenían. No me importó, desde que leí Kamchatka y tuve que intuir el significado de factura en aquél contexto, estaba deseando probarlas.
Horas más tarde el empleado de Tienda León comenzó a llamar a los pasajeros por sus nombres, y cuando cantó el mío leí en sus caras la misma palabra: GALLEGO. Y es que mi nombre y apellidos son tan castizos que provocaron alguna sonrisa en los presentes.


21 septiembre 2009

La barra de equilibrio



De vuelta otra vez, cada fin de semana ocurre lo mismo: llego a Madrid lleno de ilusión, disfruto de recorrer la ciudad solo, a la espera de que salgas del trabajo. Luego pasamos el finde juntos, el tiempo vuela, los minutos son segundos, las horas minutos.
Y de nuevo me encuentro en el asiento pensando en ti, intentando inventarme un próximo encuentro. A medida que el tren se aleja, parece que se erige entre tú y yo una distancia no solo física, también emocional. La intimidad que recuperamos en cada encuentro vuelve a esfumarse, sustituida por conversaciones telefónicas llenas de silencios tuyos, y llenas de verborrea incontenible mía, que intenta disimular la falta de comunicación.
Me hace mucha ilusión hablar contigo, más bien es una necesidad básica: oir tu voz, analizarla, encontrar en el tono una vibración especial que me diga lo que tus palabras no dicen. Busco en ellas la constatación de que realmente sientes algo por mi.
Y no es fácil, tus actos hablan más que tus palabras, de hecho son casi lo único que me hablan de sentimientos.
Y ese silencio tuyo amordaza mis palabras, intentando evitar un desequilibrio de sentimientos entre ambos.
Y esa mordaza amuerma mis sentimientos, porque no quieren arriesgarse a saltar sin la red de seguridad.
Me siento un saltimbanqui sin la barra de equilibrio, a punto de salir a hacer su número; y piensa que será el último.
Luego me digo que es muy pronto, apenas ha pasado un mes y una semana, pero ya se me olvidó qué hacía y quién era antes de conocerte.
Cada fin de semana que pasamos juntos es un nuevo capítulo de nuestra historia que se escribe, en cada capítulo hay una de cal y otra de arena. La cal para mi son los espacios en blanco donde deberían haber palabras que hablen de sentimientos; la arena son todo esos actos que los demuestran.
Y sigo sin saber qué hacer, si salir a escena, o esperar a que me entregues la barra de equilibrio.


En el AVE, de regreso a casa.