25 abril 2012

Doce días en Londres



Doce días en Londres, ni cuatro ni cinco, sino, doce. Siempre me ocurre lo mismo, es coger vacaciones y volverme loco, quiero amortizarlas tan bien que parece que un día de vacaciones en casa es un día perdido. Ya había comprado el billete para cinco días cuando caí en que igual que quería pasar unas semanas allí en octubre para practicar mi inglés nada me impedía hacerlo ahora. Le pregunté a Jose si conocía a alguien que alquilara una habitación para un par de semanas y se emocionó intentando convencerme de que me fuera a la suya. De entrada me negué, demasiados años viviendo solo, pero al final me convenció. Total, él estaría trabajando mientras yo dormía, y yo estaría pateándome la ciudad mientras lo hacía él. Por suerte pude cambiar el billete de vuelta con una penalización menor que el precio de un billete de vuelta nuevo. Sé que queda muy de estudiante preocupado por sus exámenes orales, pero en realidad lo que hizo germinar la idea de irme por más tiempo fue constatar que no podía confiar en el Sr. Núñez. En cuanto me invitó a pasar la Semana Santa juntos supe que era un error aceptar. Por varios motivos. El más importante es que esas fechas siempre han servido como un revulsivo para finalizar relaciones, de hecho, el año pasado por la misma época es cuando le visité y a mi vuelta cortamos. Y no era la primera vez que me pasaba algo así con otros tíos. Por eso, en cuanto me invitó a que pasáramos juntos esos días preferí no responder de inmediato, madurarlo unos días, hasta que cuando nos volvimos a ver decidí aceptar. Sabía que sería el punto final y, total, era tan buen momento como otro cualquiera. Es solo que por más que uno se prepare siempre duele cuando alguien te defrauda. Esta vez no era una relación, solamente llenaba ese hueco de fin de semana entre un tema de literatura y otro, y por ello no había sentimiento de por medio, pero jode mucho cuando alguien te trata como si fueras la persona más importante del mundo durante un par de semanas, y luego juega al juego de espaciar las llamadas y los halagos para que el otro vaya progresivamente preparándose para el fin de la comunicación. Imbécil, ese juego lo inventé yo.
Total, allí estoy, en la cola de Easyjet del aeropuerto de Málaga, rodeado de tantos británicos que ya parecía que estaba fuera de España y se me acerca un guiri y me pregunta: “Blah, blah, blah?” Y yo, pillado desprevenido le contesto: “Sorry?” A lo que él contesta con una mirada de condescendencia, me sonríe y se va. Será gilipollas, si no lo he entendido es porque la voz no le salía del culo, no lo hubiese entendido ni aunque me hubiese hablado con el más exquisito acento malagueño.
Todo perfecto, vuelo en hora, llegada anticipada, autobús Stansted – Londres salida inmediata, y me bajo en Liverpool Street. No, Jose no está allí, lo que me da unos minutos para observar el frío frenetismo de la ciudad que me salpica en la cara en forma de una fina lluvia, en un día frío y gris. Bueno, es lo que espero del clima de Londres, ni más ni menos.
Unos minutos de espera observando a todo el mundo que se cruza por delante de mi y no muy lejos atisbo una figura cuya movimiento cadencioso y chulesco me resulta muy familiar. Jose llega y no parece que llevemos dos meses sin vernos. Cierto es que Skype nos facilita una frecuencia de comunicación que casi suple el vernos en persona. Digo casi porque en realidad cuando él vivía en Málaga solo nos veíamos los domingos de 5 a 7, y hablábamos un par de veces a la semana. Ahora casi que hablamos en días alternos, por lo que su decisión de mudarse ha hecho que tengamos más contacto, y sobre todo, más cosas que contarnos (para ser sinceros, más cosas para contarme él, porque a mi NUNCA me pasa nada).  
Su apartamento en Elephant and Castle de dos plantas es muy acogedor, dejo las cosas y almorzamos, para irnos directamente a Picadilly Circus. Me explica cómo funciona la línea del bus que tanto me intimida y, desde los asientos delanteros de la planta alta, observo la ciudad a mis pies con el aliento sobrecogido cada vez que me olvido de que en Inglaterra se conduce por la izquierda y siento que me voy a estrellar con el autobus que viene en sentido contrario. A medio trayecto, sin previo aviso de mi amigo, aparece Westminster y el Big Ben y yo me emociono porque ahora esta ciudad me parece mucho más mía que en las veces que la he visitado anteriormente.
Hacemos un tour por el centro, desde Picadilly nos adentramos en Soho y acabamos tomándonos unas cervecezas en Ruper Street, uno de los clásicos del Soho que a las 7 de la tarde ya está lleno de tíos en ropa formal de trabajo relajándose de un día duro mientras buscan un sujeto con el que entretener su líbido. Y cómo no, me pongo "púo" de cerveza pues como dice el dicho: "donde fueres, haz lo que vieres".
Mañana más de Londres...