Tenía muchos nervios, por un lado ya habían pasado dos semanas desde su partida, y la ausencia iba haciendo mella, a pesar de los correos y alguna que otra llamada; por otro, un viaje de este tipo, solo, de Málaga a Frankfurt, de Frankfurt a Buenos Aires, y de Buenos Aires a Mar del Plata, en total casi 24 horas de viaje, se iba a convertir en el viaje más largo hecho por mi. A eso sumaba que no era un simple viaje turístico, era algo más, un viaje directo a sus raíces, a su pasado, a su familia y amigos, quería que ese país me gustara tanto como él, y que su entorno me fuera tan cercano como el mío propio.
La maleta era grande, llevaba ropa para quince días y algunos regalos para su familia, no iba a presentarme allí con las manos vacías, seguro que con algún que otro detalle me podía ganar el cariño de su familia más fácilmente, y seguro que él lo iba a valorar (yo lo hubiera hecho).
Mi hermana me llevaba al aeropuerto, por el camino mi sobrino (que se había empeñado en acompañarnos) se mareó como era habitual en él cada vez que salía a la autovía, y yo lo entendía porque de pequeño era igual, aún no había salido de Fuengirola y el mareo ya me había hecho vomitar. Eso hizo que llegáramos con el tiempo ajustado, algo que odio, me gusta llegar con tiempo de sobra por si hay algún imprevisto, nunca se sabe que puede pasar, y más en algo tan importante para mi como era aquel viaje.
Facturé, pasé por el control que era mucho menos rígido en aquel momento, y cuando llegué a la puerta de embarque ya habían entrado la mayoría. Tres horas de vuelo hacia el norte, para después deshacerlos viajando hacia el sur, era un poco absurdo, pero me salía mucho más barato Lufthansa que Iberia, quién sabe por qué.
En Frankfurt el aeropuerto me pareció muy gris, antipático, pero no me caló esa impresión, mi estado de ánimo estaba muy alto como para que me afectaran las horas de avión en soledad, o un aeropuerto muy grande, con poca luz y poco atractivo.
Las doce horas de vuelo hacia Buenos Aires no fueron tan incómodas como había pensado, me dio tiempo a ver las pelis, a dormir unas cuantas horas en un sueño ligero que me permitía tener conciencia de lo que pasaba a mi alrededor, e incluso a entablar conversación con la señora que me tocó en la butaca de al lado, unas horas antes de aterrizar. Era argentina, vivía en Barcelona y estaba nerviosa con el reencuentro con los suyos. Le conté que iba a conocer a mi familia política y que tenía mucha ilusión por conocer su país, que ya sentía como mi patria adoptiva. Me recomendó algunos sitios de Buenos Aires y nos despedimos a la salida.
Cuando aterrizamos era por la mañana, hice la cola de inmigración con la sonrisa de oreja a oreja, me parecía imposible que después de tantos años escuchando historias de su vida en Argentina iba a tener la oportunidad de conocer su país y recorrer los escenarios de sus relatos. La funcionaria que me atendió en inmigración me dio la mejor bienvenida que podía darme, me sonrió y me dijo que era un placer atender a alguien que transmitiera tanta felicidad, me selló mi pasaporte y me deseó una feliz estancia en su país. Ese recibimiento avivó mi predisposición a amar ese país tanto como al ciudadano con el que convivía.
En el aeropuerto tenía al menos tres o cuatro horas de espera hasta que saliera el autobús que me llevaría a Mar del Plata, donde él me estaba esperando. Lo primero que hice fue cambiar mis euros por pesos y, para hacer tiempo, me senté a tomarme un café.
Mis sentidos estaban alerta, pendientes de todo lo que había a mi alrededor. A través del ventanal se abría un cielo celeste que mareaba, la sala estaba bañada por una luz intensa, brillante, pero no tan deslumbrante como para dificultar mi visión. Era una luz como la que se utiliza en fotografía para realzar los objetos o las facciones. Era enero, pero allí era verano, el calor me envolvía en una abrazo cálido que parecía haber enviado él en su lugar, muy agradable tras unos días de frío navideño. El olor de aquel lugar era especial, lo reconocí cuando volví años más tarde. Me envolvía un aroma difícil de describir, entre sus notas podía reconocer el bosque, la madera, la tierra, como si al planeta le hubieran quitado una capa dejándolo en carne viva. Además, tenía un toque dulce como la cocina de una madre después de cocinar un bizcocho.
En la mesa de al lado una chica recién llegada de España contaba a sus familiares cómo era su vida aquí, tenía ese tono característico de la fonética argentina, más grave, como si la voz les saliera desde un punto más profundo. Además del acento que tanto me gusta, en su vocabulario utilizan ciertas palabras que aquí dejaron de usarse hace tiempo, lo que les da un halo de sofisticación.
Pedí mi café, me lo trajeron con el habitual vasito de agua, junto con las facturas que tantas ganas tenía de probar, unas medias lunas recién hechas, muy esponjosas, cuya cobertura brillaba reflejando la cantidad de calorías que contenían. No me importó, desde que leí Kamchatka y tuve que intuir el significado de factura en aquél contexto, estaba deseando probarlas.
Horas más tarde el empleado de Tienda León comenzó a llamar a los pasajeros por sus nombres, y cuando cantó el mío leí en sus caras la misma palabra: GALLEGO. Y es que mi nombre y apellidos son tan castizos que provocaron alguna sonrisa en los presentes.
La maleta era grande, llevaba ropa para quince días y algunos regalos para su familia, no iba a presentarme allí con las manos vacías, seguro que con algún que otro detalle me podía ganar el cariño de su familia más fácilmente, y seguro que él lo iba a valorar (yo lo hubiera hecho).
Mi hermana me llevaba al aeropuerto, por el camino mi sobrino (que se había empeñado en acompañarnos) se mareó como era habitual en él cada vez que salía a la autovía, y yo lo entendía porque de pequeño era igual, aún no había salido de Fuengirola y el mareo ya me había hecho vomitar. Eso hizo que llegáramos con el tiempo ajustado, algo que odio, me gusta llegar con tiempo de sobra por si hay algún imprevisto, nunca se sabe que puede pasar, y más en algo tan importante para mi como era aquel viaje.
Facturé, pasé por el control que era mucho menos rígido en aquel momento, y cuando llegué a la puerta de embarque ya habían entrado la mayoría. Tres horas de vuelo hacia el norte, para después deshacerlos viajando hacia el sur, era un poco absurdo, pero me salía mucho más barato Lufthansa que Iberia, quién sabe por qué.
En Frankfurt el aeropuerto me pareció muy gris, antipático, pero no me caló esa impresión, mi estado de ánimo estaba muy alto como para que me afectaran las horas de avión en soledad, o un aeropuerto muy grande, con poca luz y poco atractivo.
Las doce horas de vuelo hacia Buenos Aires no fueron tan incómodas como había pensado, me dio tiempo a ver las pelis, a dormir unas cuantas horas en un sueño ligero que me permitía tener conciencia de lo que pasaba a mi alrededor, e incluso a entablar conversación con la señora que me tocó en la butaca de al lado, unas horas antes de aterrizar. Era argentina, vivía en Barcelona y estaba nerviosa con el reencuentro con los suyos. Le conté que iba a conocer a mi familia política y que tenía mucha ilusión por conocer su país, que ya sentía como mi patria adoptiva. Me recomendó algunos sitios de Buenos Aires y nos despedimos a la salida.
Cuando aterrizamos era por la mañana, hice la cola de inmigración con la sonrisa de oreja a oreja, me parecía imposible que después de tantos años escuchando historias de su vida en Argentina iba a tener la oportunidad de conocer su país y recorrer los escenarios de sus relatos. La funcionaria que me atendió en inmigración me dio la mejor bienvenida que podía darme, me sonrió y me dijo que era un placer atender a alguien que transmitiera tanta felicidad, me selló mi pasaporte y me deseó una feliz estancia en su país. Ese recibimiento avivó mi predisposición a amar ese país tanto como al ciudadano con el que convivía.
En el aeropuerto tenía al menos tres o cuatro horas de espera hasta que saliera el autobús que me llevaría a Mar del Plata, donde él me estaba esperando. Lo primero que hice fue cambiar mis euros por pesos y, para hacer tiempo, me senté a tomarme un café.
Mis sentidos estaban alerta, pendientes de todo lo que había a mi alrededor. A través del ventanal se abría un cielo celeste que mareaba, la sala estaba bañada por una luz intensa, brillante, pero no tan deslumbrante como para dificultar mi visión. Era una luz como la que se utiliza en fotografía para realzar los objetos o las facciones. Era enero, pero allí era verano, el calor me envolvía en una abrazo cálido que parecía haber enviado él en su lugar, muy agradable tras unos días de frío navideño. El olor de aquel lugar era especial, lo reconocí cuando volví años más tarde. Me envolvía un aroma difícil de describir, entre sus notas podía reconocer el bosque, la madera, la tierra, como si al planeta le hubieran quitado una capa dejándolo en carne viva. Además, tenía un toque dulce como la cocina de una madre después de cocinar un bizcocho.
En la mesa de al lado una chica recién llegada de España contaba a sus familiares cómo era su vida aquí, tenía ese tono característico de la fonética argentina, más grave, como si la voz les saliera desde un punto más profundo. Además del acento que tanto me gusta, en su vocabulario utilizan ciertas palabras que aquí dejaron de usarse hace tiempo, lo que les da un halo de sofisticación.
Pedí mi café, me lo trajeron con el habitual vasito de agua, junto con las facturas que tantas ganas tenía de probar, unas medias lunas recién hechas, muy esponjosas, cuya cobertura brillaba reflejando la cantidad de calorías que contenían. No me importó, desde que leí Kamchatka y tuve que intuir el significado de factura en aquél contexto, estaba deseando probarlas.
Horas más tarde el empleado de Tienda León comenzó a llamar a los pasajeros por sus nombres, y cuando cantó el mío leí en sus caras la misma palabra: GALLEGO. Y es que mi nombre y apellidos son tan castizos que provocaron alguna sonrisa en los presentes.
8 comentarios:
... que digo yo que ahora tengo mucha curiosidad por ver como continua la historia. Seré paciente, "gallego"!!! je,je...
Un saludo
Ut
Como de costumbre, muy bien escrito, naturalista y poético, con una atención a los detalles muy interesante. La descripción del "olor de aquel lugar" es de antología.
Yo también me quedo con ganas de saber cómo seguirá este viaje.
Un besote.
Narras tan bien que, al leerte, he vivido contigo este viaje y la emoción que sentías. Estoy con Ut y Theodore, te has quedado en lo mejor, me dejas mordiéndome las uñas...
Un beso
Doce horas metido en un avión. Doce horas. Eso me frena.
Notición
El 13 de octubre es el Stairs Day. Coloca tu escalera ese día en tu blog para conseguir subir y subir hasta lo más alto. No es una apuesta, no es un macrobotellón de escalones, no es un aniversario de los más de 1.000 post colocados en dos años con la temática de la escalera. Es el STAIRS DAY.
¡Me ha gustado muchísimo Adriano! ¡Qué bien escribes, qué gozada, qué fluidez! Y coincido con los demás, qué ganas de ver como sigue tu historia.
Me he sentido muy identificado con la alegría por la llegada al destino y la expresividad del viajero; sentí lo mismo cuando viaje a SEATTLE hace 12 años, después de muchas horas de dos largos vuelos.
Por cierto veo que estas leyendo algo de Sandor Marai, ya me dirás que tal es. Me leí hace años Divorcio en Buda y me gustó bastante aunque no me acuerdo de nada.
Besitos y ya seguiré leyéndote.
Genial, sencillamente, genial todo, desde el principio (el título). Como cambian las cosas dependiendo del prisma con el que lo miras, aunque los hechos sean los mismos...Me alegro mucho de todo...
Me uno a los elogios. Narras muy suave, un tono conseguido de alegría contenida que espera para estallar. Voy a tener que sustituir mis remedios para la ansiedad por las lecturas de tus textos, son salutíferos.
Respecto a lo que cuentas, pues lo que ya te han dicho también, se corta demasiado brusco, una segunda parte no estaría mal.
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