Al mirar mi imagen en el espejo, normalmente me quedo con lo superficial: si tengo bien colocado el pelo, aunque ya no pueda usar gomina; si tengo bolsas bajo los ojos o los tengo hinchados; constato que la longitud de mi barba sea la correcta; compruebo que mis orificios nasales están libres de obstáculos; que mi dentadura no delate mi almuerzo, o que no queden restos del dentífrico alrededor de mi boca.
Pero hoy no me quedo en la superficie, hoy ahondo un poco más, y me asomo a mi interior a través de las ventanas; mi mirada ha cambiado, ya no tiene aquel brillo ni la curiosidad de antes, ya no transmite aquella bondad que yo tanto odiaba. Todo eso ha sido sustituido por una mirada inexpresiva, rígida, agnóstica; no es que ya no tenga curiosidad, sigue existiendo, solo que esa curiosidad dura muy poco, se apaga, y necesita encontrar muchas fuentes diferentes para permanecer. Antes quería saberlo todo de todas las cosas, ahora solo quiero saber un poco de algo, necesito cambiar con frecuencia y redigirir esa curiosidad hacia otro ámbito u objeto. Mi mirada se ha vuelto como la de un androide, falta de emociones, vidriosa, sin alma. Alrededor de los ojos se han ido construyendo telas de araña, un entramado de líneas que delatan muchas risas pasadas, risas que me achicaban los ojos y me los rasgaban, ojos de mongol. Ahora siguen achicándose con la risa, pero ocurre cada vez con menos frecuencia. ¿Acaso la madurez mata el sentido del humor?
Mi frente, antes tan tersa, y que apenas existía pues el nacimiento del pelo se acercaba a mis cejas, ahora es ancha, horadada de surcos horizontales que revelan tantas cuestiones que me he planteado a lo largo de la vida, por la costumbre alzar las cejas cada vez que no entendía algo. Mis cejas, que se elevaban con cada cuestión como movidas por un resorte, ahora se unen en el centro, en una permanente expresión de no haber entendido nada, dándome un aire de enojo crónico.
A cada lado de mi nariz me recorre una línea que acaba enmarcando mis labios, como si fueran corchetes de una fórmula matématica, sólo queda despejar la incógnita: ¿volverán a ser besados?
Mi mandíbula cuadrada se ha vuelto aún más cuadrada y angulosa, la cara se ha vuelto más ancha, intercambiando el antiguo toque algo sofisticado por uno más duro, más rudo. Recuerdo que antes la mandíbula inferior solía caer un poco cada vez que una imagen producía en mi una emoción, ahora se mantiene contraída en un gesto perenne de tensión.
En el fondo no me disgustan los cambios, la expresión de inocencia de los veintitantos ha mudado a la expresión de dureza de los treinta y muchos, pero lo único que me disgusta es la pérdida de la curiosidad e inocencia.
Serán los reflejos de tantas lunas llenas en mi rostro.
Pero hoy no me quedo en la superficie, hoy ahondo un poco más, y me asomo a mi interior a través de las ventanas; mi mirada ha cambiado, ya no tiene aquel brillo ni la curiosidad de antes, ya no transmite aquella bondad que yo tanto odiaba. Todo eso ha sido sustituido por una mirada inexpresiva, rígida, agnóstica; no es que ya no tenga curiosidad, sigue existiendo, solo que esa curiosidad dura muy poco, se apaga, y necesita encontrar muchas fuentes diferentes para permanecer. Antes quería saberlo todo de todas las cosas, ahora solo quiero saber un poco de algo, necesito cambiar con frecuencia y redigirir esa curiosidad hacia otro ámbito u objeto. Mi mirada se ha vuelto como la de un androide, falta de emociones, vidriosa, sin alma. Alrededor de los ojos se han ido construyendo telas de araña, un entramado de líneas que delatan muchas risas pasadas, risas que me achicaban los ojos y me los rasgaban, ojos de mongol. Ahora siguen achicándose con la risa, pero ocurre cada vez con menos frecuencia. ¿Acaso la madurez mata el sentido del humor?
Mi frente, antes tan tersa, y que apenas existía pues el nacimiento del pelo se acercaba a mis cejas, ahora es ancha, horadada de surcos horizontales que revelan tantas cuestiones que me he planteado a lo largo de la vida, por la costumbre alzar las cejas cada vez que no entendía algo. Mis cejas, que se elevaban con cada cuestión como movidas por un resorte, ahora se unen en el centro, en una permanente expresión de no haber entendido nada, dándome un aire de enojo crónico.
A cada lado de mi nariz me recorre una línea que acaba enmarcando mis labios, como si fueran corchetes de una fórmula matématica, sólo queda despejar la incógnita: ¿volverán a ser besados?
Mi mandíbula cuadrada se ha vuelto aún más cuadrada y angulosa, la cara se ha vuelto más ancha, intercambiando el antiguo toque algo sofisticado por uno más duro, más rudo. Recuerdo que antes la mandíbula inferior solía caer un poco cada vez que una imagen producía en mi una emoción, ahora se mantiene contraída en un gesto perenne de tensión.
En el fondo no me disgustan los cambios, la expresión de inocencia de los veintitantos ha mudado a la expresión de dureza de los treinta y muchos, pero lo único que me disgusta es la pérdida de la curiosidad e inocencia.
Serán los reflejos de tantas lunas llenas en mi rostro.
3 comentarios:
La luna también mengua y la inocencia no se pierde...solo se oculta bajo la experiencia.
Bikiños.
Eso se llama crisis. Se supera, que yo lo sé.
Pues aprovecha y ya de paso práctica unas sonrisas.
Relajate y sigue cambiando a mejor que también se puede, te lo mereces ;)
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